miércoles, 30 de abril de 2014

¿Por qué yo?

Llamaron insistentemente a la puerta, hecho que la intranquilizó. Antes de abrir consumó unos segundos en apartar los rizos de la frente y fisgonear por la mirilla. Acto reflejo que no impidió girar el pomo de la puerta hasta desencajar el pestillo. En ese preciso “click” pasó a depender de su inconsciencia. Luchó y forcejeó  hasta la desesperación, sin opción a una salida honrosa. Miraba sus ojos y apartaba la voluntad. Escuchaba la voz confusa sobre sus propios ruidos disuasorios.

Pasaron los días y continuaba esclava, encerrada, sin posibilidad de pedir auxilio; el mundo estaba al otro lado y no era capaz de comunicar su angustia. En los menores momentos de sosiego trataba de recordar cuándo le había conocido antes de su intrusión. No hizo nada para aquello, por qué ella, siempre dijo que no, ¡zas! ¡zas! uno tras otro latigazos emocionales.

El inconsciente mostró el camino. Se sentía distinta, cambiaba sin sentir y sentía a hurtadillas que el recelo a su cautiverio le era placentero. Ya no había día sin lectura de miradas, sin gestos tan cómodos como reflejos. A su pesar seguía encerrada, silenciada, ultrajada. Quería gritar a las paredes que bloqueaban la voluntad de sentirse libre, pero su propio eco distorsionaba y anulaba las ondas que salpicaban sus manos, sus frías manos.

Tardó mucho tiempo en rendirse. No por falta de fuerzas, a pesar de todos los intentos en zafarse de aquella opresión. La salida fue mucho más sencilla de lo que imaginó. Las primeras amarras cayeron tras una sonrisa, tímida, escondida. El resto llegó tan suave como la primera vez.

Por fin reconoció y asumió que había sido atrapada, subyugada por el amor. Rendirse fue la mejor conquista de su vida.

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