Llamaron
insistentemente a la puerta, hecho que la intranquilizó. Antes de
abrir consumó unos segundos en apartar los rizos de la frente y fisgonear por
la mirilla. Acto reflejo que no impidió girar el pomo de la puerta hasta
desencajar el pestillo. En ese preciso “click” pasó a depender de su
inconsciencia. Luchó y forcejeó hasta la desesperación, sin opción
a una salida honrosa. Miraba sus ojos y apartaba la voluntad. Escuchaba la voz
confusa sobre sus propios ruidos disuasorios.
Pasaron
los días y continuaba esclava, encerrada, sin posibilidad de pedir auxilio; el
mundo estaba al otro lado y no era capaz de comunicar su angustia. En los
menores momentos de sosiego trataba de recordar cuándo le había conocido antes
de su intrusión. No hizo nada para aquello, por qué ella, siempre dijo que no, ¡zas!
¡zas! uno tras otro latigazos emocionales.
El
inconsciente mostró el camino. Se sentía distinta, cambiaba sin sentir y sentía
a hurtadillas que el recelo a su cautiverio le era placentero. Ya no había día
sin lectura de miradas, sin gestos tan cómodos como reflejos. A su pesar seguía
encerrada, silenciada, ultrajada. Quería gritar a las paredes que bloqueaban la
voluntad de sentirse libre, pero su propio eco distorsionaba y anulaba las
ondas que salpicaban sus manos, sus frías manos.
Tardó
mucho tiempo en rendirse. No por falta de fuerzas, a pesar de todos los
intentos en zafarse de aquella opresión. La salida fue mucho más sencilla de lo
que imaginó. Las primeras amarras cayeron tras una sonrisa, tímida, escondida. El
resto llegó tan suave como la primera vez.
Por
fin reconoció y asumió que había sido atrapada, subyugada por el amor. Rendirse
fue la mejor conquista de su vida.
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