jueves, 10 de octubre de 2002

Un gordito feliz

Todo lo que tenía su cuerpo era digno de unos versos de Góngora. No cabía la más mínima duda que en el momento de ser engendrado los astros estaban de fiesta, los signos zodiacales de vacaciones y su ascendente a la baja. Por seguir un orden empezaré por los pies. No sabría describir qué era lo que tenía por pies, si un pegote de dedos, si una mezcla de dedos y callos, si los callos ocupaban el espacio donde deberían estar los dedos o si éstos se habían batido en retirada. Las pantorrillas más horrorosas que había visto eran las de Leticia Sabater hasta que vi las de este personaje. Sus rodillas estaban ahí porque en algún lugar tenían que ponerse. Los muslos son como los de los pollos del Tío Cosme, muy gorditos de la cadera y súper estrechos abajo. Un culo que, a parte de roto, se descolgaba chorreando las grasas. Más que piel de naranja tiene cáscara de nuez. La tripa le tapaba, gracias a Dios, sus vergüenzas, porque en realidad era para avergonzarse. Las tetas no está claro si las tiene caídas o tiradas. Los brazos morcillones, cortitos que terminan en unas manitas que cuando las agita se me antojan pezuñitas. El cuello, estoy seguro que tiene porque todos tenemos. En su lugar aparece exultante una papadota magnífica. A partir de aquí nos podríamos referir en comparaciones con los cerditos en vísperas de San Martín.
Cuando se casó, hace ya treinta y dos años, su mujer apareció con un camisón con cuello Mao, abotonado como una sotana y con un pequeño agujerito a la altura de cierta parte que le permitió, no sin alguna rozadura, consumar el matrimonio. De aquella y alguna otra licencia, cierto que no hubo para muchas, nacieron dos hijas dignas réplicas de su padre. La mujer desapareció una tarde de primavera coincidiendo con el paso de un circo por la región. Las cotillas del pueblo dijeron que se había fugado con el trapecista, el boticario aseguró haberla visto con uno de los cuidadores de los leones, el marido conocía toda la verdad pero no lo diría jamás, se fugó con el payaso tonto.
Ahora sus dos rechonchitas hijas estaban felizmente casadas, no así sus maridos, y habían regalado a su padre tres hermosos lechones como nietos. La sangre es la sangre y la raza perdura.
Ahora le veo pasar por delante del bar con las manos en los bolsillos, los tirantes sujetando la tripa que acompaña rítmicamente su trotecillo, la calva reluciente, la boquita abierta resoplando y los ojillos diminutos y negros observando la partida de mús del alcalde.
Toda una vida feliz desde aquel día en que se arruinó por acceder a la cantidad que le pidió aquel listo payaso.

jueves, 14 de marzo de 2002

Fábrica de Ilusiones

Era mediodía cuando abrió la vieja y desencajada puerta de su casa. Vivía en un edificio del cual no constaba fecha de construcción, pero todos estaban de acuerdo en que era del siglo pasado. La cancela de entrada hacía muchos años que se encontraba abierta, oxidada. El rellano oscuro daba paso a dos peldaños que delataban con su crujir que alguien llegaba. La portera asomaba la cabeza tocada con el moño de rigor, cumpliendo el ritual de su madre y su abuela. Las escaleras con peldaños de madera, desiguales y a cual más desgastado aconsejaba a pisar en los extremos. En cada piso dos puertas, una a derecha y otra a la izquierda. De diseño eran iguales, si bien algunas estaban engalanadas con el Sagrado Corazón de Jesús de latón y otras simplemente con el nombre del inquilino.
En el último de cuatro pisos y en la puerta de la derecha vive Juan. A la derecha una cocina en la que desplazarse, sin golpear alguno de sus decolorados muebles, era complicado; como estaba orientada al norte utilizaba la fresquera para mantener menos calientes los alimentos en verano. Siguiendo el pasillo a la derecha se encontraba su dormitorio; cama de hierro, somier de rejilla y un colchón de lana que deseaba ser apaleado desde hacía muchos años. Un cuadro con el cristo de Dalí era lo más moderno que se podía encontrar. La cómoda de su madre almacenaba por partes iguales ropa y polvo. Al final del estrecho y oscuro pasillo se terminaba la casa con el salón, aunque mejor sería dejarlo en salita. La ventana daba a una calle del centro de la ciudad. Cuando, costosamente, subió la persiana de tablillas verdes y rodillos roñosos, sus ojos no pudieron creer lo que veían. Una mujer de ojos verdes, tez morena y cabellos castaños ondulados por el viento, le estaba mirando. Era la mujer de su vida sin ninguna duda. Pasaron las horas y anocheció. La luz amarillenta de las farolas conseguía la magia de mantener las miradas de ambos unidas. Pasaron los días y ella, siempre fiel a su cita, permitía que Juan posase los ojos sobre ella. Juan ya no se entretenía en el Café de la esquina a tomarse un Chinchón, no alargaba su horario laboral los lunes discutiendo de fútbol, hasta sus compañeros notaron que su actitud pasiva, introvertida y lúgubre había remitido.
Pasaron tantos días que la sintonía entre ambos era total. Juan era quien antes sucumbía en los brazos del dulce Morfeo. Ella aguantaba sin desfallecer la noche entera. Una tarde Juan se entretuvo comprando algo de comer en la charcutería del mercado que había tres calles más abajo. Entró en casa, dejó los paquetitos en la fresquera y con la prisa de la primera vez corrió a cumplir con la cita diaria. Como siempre, a regañadientes la persiana terminó cediendo ante los impulsivos tirones de Juan. No se lo podía creer, ella no estaba. La mujer de sus sueños, aquélla que había dado razones para pensar que la vida tenía, a pesar de todo, cosas que ofrecerle, ya no estaba. Sus enormes ojos verdes no estaban esperando como hasta entonces a cruzar esa tierna y pícara mirada con la de Juan. En el lugar que ocupó hasta ese día la chica “Marie Claire”, ahora se podía leer: "Twingo, vívelo".