Todo lo que
tenía su cuerpo era digno de unos versos de Góngora. No cabía la más mínima
duda que en el momento de ser engendrado los astros estaban de fiesta, los
signos zodiacales de vacaciones y su ascendente a la baja. Por seguir un orden
empezaré por los pies. No sabría describir qué era lo que tenía por pies, si un
pegote de dedos, si una mezcla de dedos y callos, si los callos ocupaban el
espacio donde deberían estar los dedos o si éstos se habían batido en retirada.
Las pantorrillas más horrorosas que había visto eran las de Leticia Sabater
hasta que vi las de este personaje. Sus rodillas estaban ahí porque en algún
lugar tenían que ponerse. Los muslos son como los de los pollos del Tío Cosme,
muy gorditos de la cadera y súper estrechos abajo. Un culo que, a parte de
roto, se descolgaba chorreando las grasas. Más que piel de naranja tiene
cáscara de nuez. La tripa le tapaba, gracias a Dios, sus vergüenzas, porque en
realidad era para avergonzarse. Las tetas no está claro si las tiene caídas o
tiradas. Los brazos morcillones, cortitos que terminan en unas manitas que
cuando las agita se me antojan pezuñitas. El cuello, estoy seguro que tiene
porque todos tenemos. En su lugar aparece exultante una papadota magnífica. A
partir de aquí nos podríamos referir en comparaciones con los cerditos en
vísperas de San Martín.
Cuando se
casó, hace ya treinta y dos años, su mujer apareció con un camisón con cuello
Mao, abotonado como una sotana y con un pequeño agujerito a la altura de cierta
parte que le permitió, no sin alguna rozadura, consumar el matrimonio. De
aquella y alguna otra licencia, cierto que no hubo para muchas, nacieron dos
hijas dignas réplicas de su padre. La mujer desapareció una tarde de primavera
coincidiendo con el paso de un circo por la región. Las cotillas del pueblo
dijeron que se había fugado con el trapecista, el boticario aseguró haberla
visto con uno de los cuidadores de los leones, el marido conocía toda la verdad
pero no lo diría jamás, se fugó con el payaso tonto.
Ahora sus dos
rechonchitas hijas estaban felizmente casadas, no así sus maridos, y habían
regalado a su padre tres hermosos lechones como nietos. La sangre es la sangre
y la raza perdura.
Ahora le veo
pasar por delante del bar con las manos en los bolsillos, los tirantes
sujetando la tripa que acompaña rítmicamente su trotecillo, la calva
reluciente, la boquita abierta resoplando y los ojillos diminutos y negros
observando la partida de mús del alcalde.
Toda
una vida feliz desde aquel día en que se arruinó por acceder a la cantidad que
le pidió aquel listo payaso.