Por otro lado, ¿debemos negarnos un instante de felicidad para nuestra existencia? O por el contrario negaremos el resto de nuestra vida por un vacío necio y falso. Por qué tememos a la felicidad. Qué nos quita la felicidad a cambio de su embrujo.
¿Qué recuerdos tenemos de la vida pasada y cuáles son los que nos gustaría tener del resto de nuestros días? Según se van alejando, los recuerdos se vuelven más nítidos y completos. Otorgamos la verdadera dimensión que tuvieron en su día pero que nosotros deformamos al no ser capaces de enfocarlos correctamente. Los momentos de felicidad nos hacen cerrar los ojos y vivirlos con intensidad. Añoramos el no poder volver a disfrutarlos o simplemente damos gracias a Dios por habernos permitido tenerlos como un recuerdo. Pero siempre hay un rincón en nuestra mente que se niega a hacer desaparecer las pesadillas y los miedos. Éstos son el contrapeso a la felicidad, miedos y pesadillas. Con una fuerza semejante luchan intentando llevarnos a su territorio y a fe que ambos lo consiguen.
¿Acaso el dolor de la felicidad perdida puede ser mayor que la alegría de la propia felicidad encontrada? Tememos a la felicidad por el fútil temor de su propia pérdida. Es curioso que temamos perder algo que aún no poseemos. Tanto temor tenemos a ser felices que sentimos que se aleja incluso antes de entrar en su íntima atracción. Es una paradójica e increíble lucha entre nuestros deseos y nuestros miedos. Casi siempre ganan los miedos y nos obligan a una vida que se arrastra sobre cadáveres de deseos nonatos. ¿Quién pierde cuando ganan nuestros deseos? ¿Quién pierde cuando vencen nuestros miedos?
La felicidad se disfruta, no puede ser una obsesión vital. Nadie es feliz de por vida y nadie lo puede garantizar. Se vive felizmente solo cuando se exprimen los buenos momentos y se recuerdan como lo fueron, no esperando que vuelvan.
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