Aun no me
había recuperado de la última sacudida cuando la furia de la tormenta se cebó
en mí definitivamente. Un golpe seco de la ola más enorme que mis ojos habían
visto jamás me catapultó a treinta metros de mi pequeña embarcación con la
facilidad con que un niño lanza su patito de goma contra la mejor figura de Lladró.
Paralizado por el terror y exhausto por los innumerables intentos de permanecer
aferrado a Mi Vida, que era el nombre de mi pequeño y coqueto velero, perdí la
consciencia.
Mi Vida era
nada suntuoso. Justo con los utensilios que hacen de un aficionado al mar
sentirse cómodo y orgulloso. Cinco metros de eslora dan para mucho. Todos mis
ahorros estaban invertidos en ella, no poseía ni más ni menos que lo que
deseaba. El camarote era el corazón de Mi Vida. Una vez instalado y cerrada la
escotilla, el mundo cambiaba de sentido. Era yo el centro del universo. Las
paredes estaban repletas de recuerdos agradables. Unos porque en sí lo fueron,
y en verdad que los hubo intensos, y otros porque con el paso del tiempo
decantaron sus rencores aflorando los momentos que hacen sentirlos como
recuerdos. Fotos, una en el desaparecido puente que unía el barrio de los
Remedios con Tablada salvando la vía del tren del puerto de Sevilla; otra, la
más entrañable, junto con mis padres y mi hermana cuando solamente contaba con
dos años de vida; y sobre todo, aquélla de la que más orgulloso me sentía y era
fija en las presentaciones de los invitados, el pueblo reconstruido Taíno en
Güamá, Cuba. Pequeños objetos se agolpaban en los tres estantes de madera
dispuestos anárquicamente en estribor. Alguna moneda que, como todo, tenía
especial significado; siete piezas de distinta munición conseguida durante la
mili mediante artes que no voy a contar; tres de los mejores coches miniatura
que disfruté en mi infancia; el anillo que me regaló aquella chica que marcó
definitivamente mi existencia; todas las canicas que fui ganando durante mi
juventud y que descansan en una bolsa de tela de un color rojo intenso que hizo
mi madre; una perdiz disecada sobre la que el orgullo de mi primera pieza
cobrada va decreciendo con el paso de los años. Enfrente, un pequeño armario en
el que discuten por el espacio ropa y libros. Ropa la justa para no andar
apurado. Libros nuevos, los necesarios para espolear todos los sentimientos y
los fijos de toda la vida. Y en la tarima que se encontraba a la cabeza del
camastro y justo debajo del ojo de buey, lucían mis tres obras de arte,
aquellas por las que daría la vida. Todos mis desvelos fueron suficientes para
verlos crecer. Nunca esperé recompensa, pero al contemplarlos nadar y adivinar
sus miradas a través del cristal, es suficiente para justificar toda una vida.
Aquellos pececillos me colmaban de felicidad.
Una luz intensa
me obligó a abrir los ojos. Rodeado de algas, empapado y medio vestido,
desperté en una playa muy pequeña. Miré a mi alrededor y no alcancé a ver
ningún salvavidas ni tablón al que me pudiese haber aferrado. Mi asombro se
convirtió en estupor cuando, detrás de unas gigantescas hojas secas de palmera
y semienterrado en la arena, descubrí el pequeño acuario que construí con
pasión para mis tres pececillos. Hundí la cara entre mis manos. La desolación y
el llanto afloraron.
Pasaron las
horas. Me levanté a duras penas con vergüenza de estar vivo. Un arrebato
incontenible me hizo volver la vista al mar. Algo inexplicable volvía a ocurrir
de nuevo. Un jirón de mi camisa luchaba por alcanzar la orilla. En contra de la
razón, aquel trozo de tela tenía vida y las turbulencias de las pequeñas olas
al romper no impedían que avanzase. Un impulso de ilusión repentina me hizo
volar hacia la orilla. Mis ojos no daban crédito, mis tres pececillos batían
sus aletas con un mismo objetivo, salvar lo poco que me quedaba como habían
hecho anteriormente conmigo. Transcurrido un tiempo la isla fue mi hogar
estable, y mis tres pececillos mi ilusión.
Nunca lograré
explicar cómo consiguieron arrastrarme hasta la playa, ni cuanto tiempo
empeñaron en ello, lo que ocurre en los sueños es, muchas veces, contrario a la
lógica, pero el significado de hechos tales como el nombre del barco, los
recuerdos, los tres pececillos que me ayudan a superar un mal momento, la llegada
a una isla que me acoge y me devuelve la vida, obligan a pensar. Lo único que
puedo saber con certeza es que aún después de despertar de este sueño, sigo
buscando el tesoro que a buen seguro esconde tu isla.
He leído con interés tu entrada y reflexionando sobre ello, creo que muchas veces los sueños son reflejo de lo que realmente deseamos hacer con nuestra vida, ya sea comenzar una nueva vida, iniciar un nuevo proyecto, o cambiar algún aspecto de nuestra vida con el que no estamos muy cómodos. En el caso de tu relato, la ola te arrastra mientras intentas aferrarte a Tu Vida.....esta parte me resulta especialmente gráfica: las circunstancias te arrastran mientras que por miedo intentas aferrarte a lo conocido, a lo seguro. Por un lado nos atan los recuerdos, cargas de todo tipo, especialmente a cierta edad, y por otro tenemos miedo a lo desconocido, a vernos "abandonados", en algún punto y sin posibilidad de recibir ayuda, de perderlo todo. Esa sensación da vértigo ¿verdad?. Muchas veces es tan sólo un miedo escénico, pero nos tiene bien atados y mientras tanto seguimos soñando con lo que podíamos haber hecho y no nos atrevimos a hacer. Después nos despertamos y aunque sea en lo más profundo de nuestro pensamiento, todos buscamos cada día ese "tesoro" sin abandonar la seguridad de "Nuestra Vida", lo cual hace que muchos sintamos que no vivimos plenamente.
ResponderEliminarPor cierto, te felicito Ramón por tus relatos. Me gusta mucho leerlos y los sigo con interés. Quién lo hubiera dicho cuando nos conocimos hace 30 años. Un saludo, Marisa.