La estampa
era típica de Navidad ya que hacía muchos años que no nevaba tan copiosamente.
Los picos se encontraban gran parte del año cubiertos por la nieve, pero donde
las empinadas laderas suavizan su pendiente, donde la roca cede espacio a la
pradera, no acostumbra a nevar. La chiquillería tomó el pueblo. Para los más
pequeños era el primer contacto con ese material blanco, suave, frío, de tacto
algodonado y perfecto para enviar en forma de bola al cuerpo de sus amiguitos.
Durante la mañana, los muñecos de nieve fueron brotando como las setas tras un
día de lluvia en otoño. Todo era algarabía, gritos y cánticos.
A pocos
metros de la pequeña iglesia, construida con madera de los pinos que marcan el
paisaje, se alza una casa como todas las demás. Vigas de madera tratada cruzan
en diagonal los muros, ventanas con fraileros amarrados al exterior, maceteros
suspendidos esperando albergar de nuevo plantitas con racimos de flores que
inunden con su aroma el valle. Todas eran iguales. Lo singular de esta casita
era el interior. Todo estuvo preparado, el árbol de Navidad cargado de guirnaldas,
bolitas de mil formas y colores, bastoncillos de caramelo, estrellas caídas de
la noche, luces que jugaban al “corre que te pillo”, y en la base todos los
regalos. La chimenea, fatigada de la noche anterior, lanzaba la fumata negra.
Del dintel pendían tres calcetines de color rojo intenso de los que asomaban
unos pequeños ositos de peluche. La mesa, sin recoger, denunciaba que la cena
pudo ser copiosa. Cada uno de los niños había enviado la carta a Papá Noel. Le
solicitaban regalos amparándose en su buena conducta durante el año y lo mucho
que querían y obedecían a papá y a mamá. Cuando se acostaron, la ilusión y el
nerviosismo provocaron en los niños momentos de risas y carcajadas, de
preguntas sobre el turrón y el licor para Papá Noel y la hierba para los renos.
Por fin se durmieron.
El primero
en despertar tardó poco en entrar en situación. Mucho menos tiempo invirtió en
recorrer las habitaciones de sus hermanos y arrastrarles, escaleras abajo,
hasta la base del pino. Estaban todos los regalos que habían pedido. Cada uno su
sus cajita y los nombres de los niños (Papá Noel es muy ordenado). Ninguno de
ellos acertó a tomar los suyos. En cada carta hubo una petición coincidente, los
tres habían pedido a Papá Noel un regalo especial. Miraban a todas partes,
escudriñaban los rincones, subieron y recorrieron todas las habitaciones. Papá
Noel, por primera vez, había fallado. Los niños se derrumbaron. Ya no les
importaba el resto de juguetes ni la nieve. Uno de ellos, el pequeño, subió
corriendo a su habitación y lloró amargamente. Los otros lo hicieron sobre la
alfombra. La madre no pudo contener la emoción, subió a por el pequeño y lo
estrechó en sus brazos. El llanto impedía al niño preguntar a su madre por qué Papá
Noel no había tenido en cuenta ese regalo. Ella sabía que era imposible que
cumpliese el deseo de los niños. Bajó con él en brazos, reunió a los tres y en
silencio, mirando donde ninguno de ellos pudiesen ver sus ojos humedecidos,
lloró.
No es
posible decir cuánto tiempo estuvieron observando los regalos. Mamá les dijo
que tomaran sus cajitas y las abriesen. Con los puños de sus pijamas mojados en
lágrimas, se acercaron y fueron desvelando el interior esperado de cada una de
ellas. El pequeño tomó el tren y se dirigió a la puerta de la calle y clavó su
mirada en el pomo. La cuerda del trenecito resbaló por entre sus pequeños dedos
y fue a caer sobre el vagón de cola. La puerta comenzó a abrirse. El resto de
la familia, ajena a lo que sucedía, empezaba a disfrutar con los regalos. Sus
zapatillas de peluche con la cara de un ratón se clavaron al suelo. La puerta
continuaba separándose del marco con el frío entrando y acompañado de algún
copo curioso. El niño miraba un metro por encima de él esperando el milagro.
Una mano se acercó a su cara. Recogió la lágrima remolona y acarició su nuca.
El niño introdujo su manita en la gran mano tendida y la llevó hacia la
chimenea. La mano estaba fría, pero no era el motivo de los temblores. Ambas
manos, como una sola, se acercaron a la alfombra donde el resto de la familia
jugaba con fichas, letras y puzzles. Una a una, las cabezas giraron. Dos a dos
los ojos mostraron su sorpresa. Los tres saltaron y se colgaron de su cuello.
Los cuatro, descargando la emoción contenida, gritaron “Papá”. El regalo que
tanto habían esperado estaba entre sus brazos. Papá, después de mucho tiempo,
estaba con ellos. El mediano corrió al árbol, se acercó a Papá Noel y susurró:
“el año que viene te dejaré más turrón debajo de mi cama”.
Había cesado
de nevar.
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