jueves, 18 de diciembre de 2014

Cuento de Navidad

La estampa era típica de Navidad ya que hacía muchos años que no nevaba tan copiosamente. Los picos se encontraban gran parte del año cubiertos por la nieve, pero donde las empinadas laderas suavizan su pendiente, donde la roca cede espacio a la pradera, no acostumbra a nevar. La chiquillería tomó el pueblo. Para los más pequeños era el primer contacto con ese material blanco, suave, frío, de tacto algodonado y perfecto para enviar en forma de bola al cuerpo de sus amiguitos. Durante la mañana, los muñecos de nieve fueron brotando como las setas tras un día de lluvia en otoño. Todo era algarabía, gritos y cánticos.





A pocos metros de la pequeña iglesia, construida con madera de los pinos que marcan el paisaje, se alza una casa como todas las demás. Vigas de madera tratada cruzan en diagonal los muros, ventanas con fraileros amarrados al exterior, maceteros suspendidos esperando albergar de nuevo plantitas con racimos de flores que inunden con su aroma el valle. Todas eran iguales. Lo singular de esta casita era el interior. Todo estuvo preparado, el árbol de Navidad cargado de guirnaldas, bolitas de mil formas y colores, bastoncillos de caramelo, estrellas caídas de la noche, luces que jugaban al “corre que te pillo”, y en la base todos los regalos. La chimenea, fatigada de la noche anterior, lanzaba la fumata negra. Del dintel pendían tres calcetines de color rojo intenso de los que asomaban unos pequeños ositos de peluche. La mesa, sin recoger, denunciaba que la cena pudo ser copiosa. Cada uno de los niños había enviado la carta a Papá Noel. Le solicitaban regalos amparándose en su buena conducta durante el año y lo mucho que querían y obedecían a papá y a mamá. Cuando se acostaron, la ilusión y el nerviosismo provocaron en los niños momentos de risas y carcajadas, de preguntas sobre el turrón y el licor para Papá Noel y la hierba para los renos. Por fin se durmieron.

El primero en despertar tardó poco en entrar en situación. Mucho menos tiempo invirtió en recorrer las habitaciones de sus hermanos y arrastrarles, escaleras abajo, hasta la base del pino. Estaban todos los regalos que habían pedido. Cada uno su sus cajita y los nombres de los niños (Papá Noel es muy ordenado). Ninguno de ellos acertó a tomar los suyos. En cada carta hubo una petición coincidente, los tres habían pedido a Papá Noel un regalo especial. Miraban a todas partes, escudriñaban los rincones, subieron y recorrieron todas las habitaciones. Papá Noel, por primera vez, había fallado. Los niños se derrumbaron. Ya no les importaba el resto de juguetes ni la nieve. Uno de ellos, el pequeño, subió corriendo a su habitación y lloró amargamente. Los otros lo hicieron sobre la alfombra. La madre no pudo contener la emoción, subió a por el pequeño y lo estrechó en sus brazos. El llanto impedía al niño preguntar a su madre por qué Papá Noel no había tenido en cuenta ese regalo. Ella sabía que era imposible que cumpliese el deseo de los niños. Bajó con él en brazos, reunió a los tres y en silencio, mirando donde ninguno de ellos pudiesen ver sus ojos humedecidos, lloró.

No es posible decir cuánto tiempo estuvieron observando los regalos. Mamá les dijo que tomaran sus cajitas y las abriesen. Con los puños de sus pijamas mojados en lágrimas, se acercaron y fueron desvelando el interior esperado de cada una de ellas. El pequeño tomó el tren y se dirigió a la puerta de la calle y clavó su mirada en el pomo. La cuerda del trenecito resbaló por entre sus pequeños dedos y fue a caer sobre el vagón de cola. La puerta comenzó a abrirse. El resto de la familia, ajena a lo que sucedía, empezaba a disfrutar con los regalos. Sus zapatillas de peluche con la cara de un ratón se clavaron al suelo. La puerta continuaba separándose del marco con el frío entrando y acompañado de algún copo curioso. El niño miraba un metro por encima de él esperando el milagro. Una mano se acercó a su cara. Recogió la lágrima remolona y acarició su nuca. El niño introdujo su manita en la gran mano tendida y la llevó hacia la chimenea. La mano estaba fría, pero no era el motivo de los temblores. Ambas manos, como una sola, se acercaron a la alfombra donde el resto de la familia jugaba con fichas, letras y puzzles. Una a una, las cabezas giraron. Dos a dos los ojos mostraron su sorpresa. Los tres saltaron y se colgaron de su cuello. Los cuatro, descargando la emoción contenida, gritaron “Papá”. El regalo que tanto habían esperado estaba entre sus brazos. Papá, después de mucho tiempo, estaba con ellos. El mediano corrió al árbol, se acercó a Papá Noel y susurró: “el año que viene te dejaré más turrón debajo de mi cama”.


Había cesado de nevar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si así lo deseas, escribe un comentario sobre esta entrada. Estoy preparado para todo.