martes, 20 de febrero de 2001

El pintor y la Musa

Tomó el pincel con fuerza y lo acercó con violencia a la paleta. Pringó con energía óleo azul y lo arrastró al amarillo. Mezcló con rabia y el verde fue apareciendo. No era de su gusto y tomó más amarillo. Levantó el pincel y oteó su barba para comprobar que era el tono que buscaba. Lo apoyó en el lienzo. Un trazo firme surgió desde la parte superior y de izquierda a derecha. Paró la curva y giró bruscamente con un golpe de muñeca hasta escupir el pincel fuera de la tela.

Era un ático cuadrangular totalmente diáfano. El gran mural de cristal ocupaba toda la fachada y más de la mitad del tejado, éste cubierto de telas sujetas con grapas a la masilla de los cristales. La vista era magnífica plagada de cumbres de edificios hasta truncarla con las torres soberbias de Notre Dame. A lo lejos la gran aguja de hierro rompía la historia desde el siglo XIX. Más cerca, bajo su fachada, en la calle, surgían voces de compra en el mercado ambulante. En la estancia se mezclaban telas manchadas, pinceles descabezados y tubos de pintura espachurrados hasta haberles sacado la vida. Su tarima de pintor estaba situada a la izquierda, posición contraria a su mano diestra, pues se quitaba la luz que entraba por los ventanales. Ni esto le importaba con tal de no molestarla. En el extremo opuesto convivían el camastro con la mesa de comer, aunque lo de comer es una licencia pues lo hacía en pequeñas cantidades y no frecuentemente. No le importaba, su vida era la pintura... y ella. Posesiva, dominaba por completo la parte de mente que liberaba la pintura en él. Pintaba para y por ella. Cada trazo era escudriñado y criticado con su zurda mano. Esta era la razón de la posición antinatura de la tarima y el caballete. Ella era zurda y de esta forma podía intervenir claramente en sus errores. Los lienzos se amontonaban contra las paredes como despojos de carnicería. Todos con correcciones, ninguno era perfecto para ella. Pero él nunca se desanimaba, pintaba de noche, pintaba de día, no había calendario para él. Pintaba bodegones, marinas, paisajes, cuerpos, monterías y lo hacía en cualquier estilo excepto el realismo. A ella no le gustaba, decía que no le imprimía un auténtico realce a los trazos, no definía el movimiento, la profundidad y las sombras. Lo intentaba de todas las formas y a pesar de no conseguirlo, cada vez que se ponía delante de una tela blanca, inmaculada, lo hacía con mayor ilusión. Sabía que alguna vez lo conseguiría y que estaba cerca.

Tras la cama había un espejo oxidado de gran tamaño. No servía aparentemente para nada, pero ocultaba su gran secreto. No lo hacía todos los días, pero cuando disponía de unas horas en las que ella salía a comprar o a pasear, desmontaba el espejo y con un mimo comparable al de la madre con su hijo recién nacido, extraía un marco de madera de 172 centímetros de alto por 67 centímetros de ancho. Se veían las crucetas de madera ir del centro de un lado al otro formando un rombo de daba cuerpo. Desbancó el cuadro que estaba pintando y girando con extrema dulzura el lienzo, lo colocó en el caballete. Entonces aparecía ella. Dos años pintando a escondidas sobre la misma tela había convertido aquella pintura en su confidente. Le hablaba como nunca lo había hecho con ella. Le contaba sus dudas, sus ideas, sus ilusiones. Había conseguido una identificación tan perfecta que esto lo reflejaba el resultado de su pintura. Era ella. En todo su esplendor, en todo su volumen. Si algún día le hubiera respondido a sus inquietudes, él no hubiera cambiado su semblante, hubiese sido lo normal al estar delante de un ser humanizado. Un sexto sentido le avisaba que estaba a punto de regresar. Con prisa pero no con menos delicadeza introducía el lienzo en el marco del espejo y colocaba éste de tal forma que ella no notara nada.

Pasaron los cuadros y cada uno de ellos pasaba a engrosar el aislamiento de la pared. Ya eran cientos y todos imperfectos. Sus dedos estaban encorvados y las marcas de los pinceles entre sus dedos se endurecían pasando a formar parte de su estética. Sus ojos profundos y pequeños se hundían en su torpeza para pintar. No alcanzaba la perfección, porque ésta se encontraba oculta en su corazón y éste tras un espejo.

Un día regresó ella y se encontró la puerta abierta. Entró en la habitación y él no estaba. Pensó que habría bajado a pasear y ejercitar las piernas entumecidas de ponerse a la altura de sus cuadros. En la tarima el atril de siempre y en éste un cuadro tapado con una tela, como siempre pensó. Y como siempre, pensaba, tomó el lapicero de siempre con aire crítico en su mano izquierda y retiró la tela con la derecha, como siempre. El lapicero rebotó en la tarima y topó con una de sus babuchas deshilachadas. Retrocedió hasta tropezar con la mesa y caer a los pies de la cama. Un papel se deslizó por las faldas de la mesa y cayó en su mano derecha. Se giró para tomarlo con la izquierda. Y leyó:

“Siento los años que te he atormentado por mi pintura, siento mis trazos, siento mis colores, siento mi torpeza. Lo que más siento de todo es no haber tenido la valentía de mostrarte mi vida. Ahora la estás viendo en todo su esplendor. Con este lienzo me tendrás para siempre. Nunca volveré.”