No habían dado
las doce en el campanario de la vieja iglesia. Románico descafeinado como la
mayoría de las construcciones religiosas de los pueblecitos de Castilla, que
jugaron a ser importantes y se quedaron en el empeño. El exterior conserva aún
el espíritu de la época. Las piedras labradas denotan el paso de mil tormentas
y muchos duros inviernos que ayudaron a tallar multitud de grietas. El
campanario sobrio y sin grandes pretensiones, no existiría a no ser por la
necesidad de colocar en alto las tres campanas. Desde el patio se puede
observar el revoloteo de cada una de ellas, impulsadas por el ímpetu devastador
de los muchachos que se cuelgan con desaforada fuerza de las cuerdas de pita
que, al término del revuelo, han conseguido más de una ampolla. Algún zagal se
embute unos guantes. La entrada, austera y con un esbozo de arco en el que
algún iluminado quiso repetir las precisas y preciosas figuras que ensalzan la
belleza de las grandes catedrales. Una vez dentro y sin mirar al retablo,
meditas si las comodidades que demanda la sociedad actual tienen derecho a
maltratar de tal manera las estructuras y ambientes de estas pequeñas obras de
arte local. Tubos de calefacción, bombillas de diseño, sensores de alarma y más
de una viga de hormigón camuflada dan toques grotescos. Volviendo al retablo,
siempre admiraré a los muchos anónimos que dejaron años de su vida recreando
pasajes de La Biblia e imaginando rostros de santos y apóstoles dentro de
troncos de madera. Ellos ven dentro de una pieza de roble la obra que van a
crear, eliminan las viruta y astillas con que la naturaleza las ocultó. Un anciano, filósofo y sabio por vidas pasadas, me decía en
cierta ocasión que los árboles aprenden de lo que ven y escuchan, para recrear
a su voluntad estas experiencias y lo ocultan en su interior esperando que algún
día, un vidente acierte a mirar dentro de la corteza y sorprenda el tesoro.
A las doce en
punto suena la sirena de la fábrica. Hoy es día de regulación. La mitad de la
plantilla que ha tenido la suerte de poder acudir al trabajo, se agolpa sobre
el viejo reloj que irá mordiendo una a una todas las tarjetas, dejando como
marca unos números que, a la postre, decidirán quién no cobra el plus de
puntualidad. Entre ellos se encuentra Román, hombre curtido por el campo y las
desgracias familiares. Vivió en doce años lo que la mayoría en una vida. Sus
brazos no esconden los millones de golpes que han percutido sobre la tierra con
un azadón. Su rostro es poema desgarrado. Nadie diría que en vísperas de los cincuenta
una cara reflejase tanto sufrimiento, tantas vivencias. Ojos envueltos en
arrugas y medio ocultos por los párpados; orejas grandes y descuidadas; una
nariz gruesa y salpicada de puntitos negros; tez morena de campo y casi tan
labrada como sus tierras. Al andar arrastra los pies y su vida. La mirada
perdida bajo sus alpargatas como sin importarle lo que le espera dos metros más
allá, porque no le importa lo que le suceda dos horas más allá.
Hoy era un día
muy especial para Román, hacía un año que su único hijo había fallecido. Un año
durante el cual todos los días habían sido especiales. Cada vez busca menos
explicaciones a su vida. Explicaciones a tanta desgracia junta, a tan pocos
momentos felices que tarde o temprano terminaban de forma brutal. Román entró
en la iglesia. Cuántas imágenes le vienen a la mente. Puede recordar
perfectamente las veces que ha cruzado esta puerta y el motivo. Hoy ha jurado
hacerlo por última vez. El mismo lugar que le vio nacer al cristianismo,
contemplará complaciente su final. No ha habido nadie con más motivos para
pedir comprensión en la decisión que había tomado. Nadie podría reprocharle
haber elegido el día de su muerte. Así como le han impuesto todos los
acontecimientos de su existencia, sólo deseaba disponer de su último minuto.
Había
preparado mil y un reproches a Jesús clavado en la cruz, apelando a su injusta
ley que permitía vida a los maleantes y asesinos, privando de ésta a los buenos
cristianos. No lo pudo hacer. Clavó sus rodillas en el reclinatorio de una
anciana cualquiera del pueblo y miró fijamente a los ojos de la Virgen. No
reparó hasta instantes más tarde que la talla estaba avanzada varios
centímetros de su lugar original. No le extrañó pues las señoras encargadas del
culto le cambian de vestimenta y capas muy a menudo. Buscó con mano temblorosa
el bote en su bolsillo. Tantas horas preparando este momento y la tranquilidad
se empezaba a tornar nerviosismo. Colocó el pequeño recipiente de cristal
encima del reposacodos forrado de terciopelo rojo, deshilachado en el centro. Miró el líquido que lo
llenaba hasta el borde, pues no quería quedarse corto con la dosis. Al retirar
la tapa leyó por última vez la leyenda: "Conservas Hero". Miró de
nuevo al frente. La mirada de la Virgen le taladró el corazón. Una sacudida colvulsionó
todo su cuerpo que cayó rodando por las escaleras del altar. Román sintiendo
morir levantó suavemente los párpados buscando a la Virgen. Estaba justo frente a él con rostro plácido, mirada maternal y sonrisa de complacencia. Román, si dejar de mirarla exhaló sus últimas
palabras: "gracias por adelantarte".