Tomó el pincel con fuerza y lo acercó
con violencia a la paleta. Pringó con energía óleo azul y lo arrastró al
amarillo. Mezcló con rabia y el verde fue apareciendo. No era de su gusto y
tomó más amarillo. Levantó el pincel y oteó su barba para comprobar que era el
tono que buscaba. Lo apoyó en el lienzo. Un trazo firme surgió desde la parte
superior y de izquierda a derecha. Paró la curva y giró bruscamente con un
golpe de muñeca hasta escupir el pincel fuera de la tela.
Era un ático cuadrangular totalmente
diáfano. El gran mural de cristal ocupaba toda la fachada y más de la mitad del
tejado, éste cubierto de telas sujetas con grapas a la masilla de los
cristales. La vista era magnífica plagada de cumbres de edificios hasta truncarla con las torres
soberbias de Notre Dame. A lo lejos la gran aguja de hierro rompía la historia
desde el siglo XIX. Más cerca, bajo su fachada, en la calle, surgían voces de
compra en el mercado ambulante. En la estancia se mezclaban telas manchadas,
pinceles descabezados y tubos de pintura espachurrados hasta haberles sacado la
vida. Su tarima de pintor estaba situada a la izquierda, posición contraria a
su mano diestra, pues se quitaba la luz que entraba por los ventanales. Ni esto
le importaba con tal de no molestarla. En el extremo opuesto convivían el
camastro con la mesa de comer, aunque lo de comer es una licencia pues lo hacía
en pequeñas cantidades y no frecuentemente. No le importaba, su vida era la
pintura... y ella. Posesiva, dominaba por completo la parte de
mente que liberaba la pintura en él. Pintaba para y por ella. Cada trazo
era escudriñado y criticado con su zurda mano. Esta era la razón de la posición
antinatura de la tarima y el caballete. Ella era zurda y de esta forma podía
intervenir claramente en sus errores. Los lienzos se amontonaban contra las paredes como despojos de carnicería. Todos con correcciones, ninguno era perfecto para ella. Pero él nunca
se desanimaba, pintaba de noche, pintaba de día, no había calendario para él.
Pintaba bodegones, marinas, paisajes, cuerpos, monterías y lo hacía en
cualquier estilo excepto el realismo. A ella no le gustaba, decía que no le
imprimía un auténtico realce a los trazos, no definía el movimiento, la profundidad y las sombras. Lo intentaba de todas las formas y a pesar de no conseguirlo, cada
vez que se ponía delante de una tela blanca, inmaculada, lo hacía con mayor
ilusión. Sabía que alguna vez lo conseguiría y que estaba cerca.
Tras la cama había un espejo oxidado de
gran tamaño. No servía aparentemente para nada, pero ocultaba su gran secreto.
No lo hacía todos los días, pero cuando disponía de unas horas en las que ella
salía a comprar o a pasear, desmontaba el espejo y con un mimo comparable al de
la madre con su hijo recién nacido, extraía un marco de madera de 172
centímetros de alto por 67 centímetros de ancho. Se veían las crucetas de
madera ir del centro de un lado al otro formando un rombo de daba cuerpo.
Desbancó el cuadro que estaba pintando y girando con extrema dulzura el lienzo,
lo colocó en el caballete. Entonces aparecía ella. Dos años pintando a
escondidas sobre la misma tela había convertido aquella pintura en su
confidente. Le hablaba como nunca lo había hecho con ella. Le contaba sus dudas,
sus ideas, sus ilusiones. Había conseguido una identificación tan perfecta que
esto lo reflejaba el resultado de su pintura. Era ella. En todo su esplendor,
en todo su volumen. Si algún día le hubiera respondido a sus inquietudes, él no
hubiera cambiado su semblante, hubiese sido lo normal al estar delante de un
ser humanizado. Un sexto sentido le avisaba que estaba a punto de regresar. Con
prisa pero no con menos delicadeza introducía el lienzo en el marco del espejo y
colocaba éste de tal forma que ella no notara nada.
Pasaron los cuadros y cada uno de ellos
pasaba a engrosar el aislamiento de la pared. Ya eran cientos y todos imperfectos. Sus dedos
estaban encorvados y las marcas de los pinceles entre sus dedos se endurecían
pasando a formar parte de su estética. Sus ojos profundos y pequeños se hundían
en su torpeza para pintar. No alcanzaba la perfección, porque ésta se
encontraba oculta en su corazón y éste tras un espejo.
Un día regresó ella y se encontró la
puerta abierta. Entró en la habitación y él no estaba. Pensó que habría bajado
a pasear y ejercitar las piernas entumecidas de ponerse a la altura de sus
cuadros. En la tarima el atril de siempre y en éste un cuadro tapado con una
tela, como siempre pensó. Y como siempre, pensaba, tomó el lapicero de siempre
con aire crítico en su mano izquierda y retiró la tela con la derecha, como
siempre. El lapicero rebotó en la tarima y topó con una de sus babuchas
deshilachadas. Retrocedió hasta tropezar con la mesa y caer a los pies de
la cama. Un papel se deslizó por las faldas de la mesa y cayó en su mano
derecha. Se giró para tomarlo con la izquierda. Y leyó: