Era mediodía cuando abrió la vieja y
desencajada puerta de su casa. Vivía en un edificio del cual no constaba fecha
de construcción, pero todos estaban de acuerdo en que era del siglo pasado. La
cancela de entrada hacía muchos años que se encontraba abierta, oxidada. El
rellano oscuro daba paso a dos peldaños que delataban con su crujir que alguien
llegaba. La portera asomaba la cabeza tocada con el moño de rigor, cumpliendo
el ritual de su madre y su abuela. Las escaleras con peldaños de madera,
desiguales y a cual más desgastado aconsejaba a pisar en los extremos. En cada
piso dos puertas, una a derecha y otra a la izquierda. De diseño eran iguales,
si bien algunas estaban engalanadas con el Sagrado Corazón de Jesús de latón y
otras simplemente con el nombre del inquilino.
En el último de cuatro pisos y en la
puerta de la derecha vive Juan. A la derecha una cocina en la que desplazarse,
sin golpear alguno de sus decolorados muebles, era complicado; como estaba
orientada al norte utilizaba la fresquera para mantener menos calientes los
alimentos en verano. Siguiendo el pasillo a la derecha se encontraba su
dormitorio; cama de hierro, somier de rejilla y un colchón de lana que deseaba
ser apaleado desde hacía muchos años. Un cuadro con el cristo de Dalí era lo
más moderno que se podía encontrar. La cómoda de su madre almacenaba por partes
iguales ropa y polvo. Al final del estrecho y oscuro pasillo se terminaba la
casa con el salón, aunque mejor sería dejarlo en salita. La ventana daba a una
calle del centro de la ciudad. Cuando, costosamente, subió la persiana de
tablillas verdes y rodillos roñosos, sus ojos no pudieron creer lo que veían.
Una mujer de ojos verdes, tez morena y cabellos castaños ondulados por el
viento, le estaba mirando. Era la mujer de su vida sin ninguna duda. Pasaron
las horas y anocheció. La luz amarillenta de las farolas conseguía la magia de
mantener las miradas de ambos unidas. Pasaron los días y ella, siempre fiel a
su cita, permitía que Juan posase los ojos sobre ella. Juan ya no se entretenía
en el Café de la esquina a tomarse un Chinchón, no alargaba su horario laboral
los lunes discutiendo de fútbol, hasta sus compañeros notaron que su actitud
pasiva, introvertida y lúgubre había remitido.
Pasaron tantos días que la sintonía entre ambos era total. Juan era quien antes sucumbía en los brazos del dulce Morfeo. Ella aguantaba sin desfallecer la noche entera. Una tarde Juan se entretuvo comprando algo de comer en la charcutería del mercado que había tres calles más abajo. Entró en casa, dejó los paquetitos en la fresquera y con la prisa de la primera vez corrió a cumplir con la cita diaria. Como siempre, a regañadientes la persiana terminó cediendo ante los impulsivos tirones de Juan. No se lo podía creer, ella no estaba. La mujer de sus sueños, aquélla que había dado razones para pensar que la vida tenía, a pesar de todo, cosas que ofrecerle, ya no estaba. Sus enormes ojos verdes no estaban esperando como hasta entonces a cruzar esa tierna y pícara mirada con la de Juan. En el lugar que ocupó hasta ese día la chica “Marie Claire”, ahora se podía leer: "Twingo, vívelo".
Pasaron tantos días que la sintonía entre ambos era total. Juan era quien antes sucumbía en los brazos del dulce Morfeo. Ella aguantaba sin desfallecer la noche entera. Una tarde Juan se entretuvo comprando algo de comer en la charcutería del mercado que había tres calles más abajo. Entró en casa, dejó los paquetitos en la fresquera y con la prisa de la primera vez corrió a cumplir con la cita diaria. Como siempre, a regañadientes la persiana terminó cediendo ante los impulsivos tirones de Juan. No se lo podía creer, ella no estaba. La mujer de sus sueños, aquélla que había dado razones para pensar que la vida tenía, a pesar de todo, cosas que ofrecerle, ya no estaba. Sus enormes ojos verdes no estaban esperando como hasta entonces a cruzar esa tierna y pícara mirada con la de Juan. En el lugar que ocupó hasta ese día la chica “Marie Claire”, ahora se podía leer: "Twingo, vívelo".